Esta vez la locura nos ha llevado a elegir una facción totalmente desprotegida e inerme ante las grandes potencias del Asia circundante: el Ponto.
Se trata de un reino situado junto al Mar Negro (o Pontos Euxinos) habitado por griegos y gobernado por Mitrídates, un soldado al servicio de Antígono Monoftalmos, el cual era, como ya veíamos anteriormente, uno de los díadocos de Alejandro. Tratándose de un reino vasallo de otros reinos más poderosos, la cosa no puede por menos de empezar con gran interés.
Dos preguntas nos acechan: ¿Dejará el imperio seléucida maniobrar al pequeño e inofensivo Ponto? ¿Habrá tiempo para una expansión adecuada que contrarreste la marea romana cuando sea el momento?
Esto y mucho más estamos a punto de contemplar... Bienvenidos a mi máquina del tiempo. Adelante. Estáis todos invitados.
Año 280 Antes de Cristo... un reino modesto empieza a despuntar bajo la atenta mirada de Mitrídates I. Sus dos ciudades más importantes comienzan a bullir con una agitación comercial hasta entonces nunca vista. Administrando los bienes del tesoro en la capital se encuentra Hércules que, del mismo modo que su homonimo legendario, es encargado con una tarea titánica que otros serían incapaces de conseguir: la expansión económica del reino.
El rey Mitrídates ya ha llegado a una edad senil en la cual poco margen de maniobra posee. Pero da el ejemplo necesario a las generaciones jóvenes y, en un golpe de efecto sin igual, invade la ciudad cercana de Sinope, objetivo de las miradas ambiciosas de la estirpe seléucida. Las fuerzas de ocupación consisten en algunos mercenarios tracios, procedentes de las bocas del Ponto Euxino, emboscadores nativos de la Cólquide e infanteria y caballeria ligeras, muy al estilo de los antiguos persas.
Pero ese será su último logro. Dos años después, morirá. Aún así, dejó un caldo de cultivo para las generaciones venideras. Una saludable ambición, habilidad combativa y una austeridad en el gasto, rasgos que se perpetuarían en su sucesor: Farnaces I.
El nuevo rey, un agudo líder natural, amante de los caballos, cogería al reino y lo embridaría hacia la victoria. Sus nuevas armas serían los carros de combate, lujosa afición de la nobleza del Ponto. Trapezus sería conquistada de esta manera. Sin embargo, el rey terminó por limitar su uso, irritando a la oligarquía con ello pero manteniendo firmes sus convicciones. El ejército póntico no se podía permitir tal despilfarro.
En vista del oscuro futuro que esperaba a una monarquía tan humilde en un área gobernada por grandes imperios como el seléucida y el ptolemáico, un buen golpe de efecto fue mandar una delegación diplomática a los lejanos reinos y naciones allende los mares. En menos de seis años se consiguieron los frutos dorados de la amistad en Pella, Roma y Siracusa. Incluso el imperio ptolemáico decidió tratar en condiciones de igualdad con aquella dinastía medio olvidada.
Para el 267 A.C. se decidió blindar las fronteras del Este con dos nuevas conquistas y una fructífera alianza con los partos. Kotas, Armavir y Artaxarta serían las ciudades fronterizas durante muchos años. Las lindes marcadas serían respetadas con posterioridad y el Oriente se convertiría en el único punto cardinal seguro para el Ponto.
Dos iniciativas marcarían los años siguientes:
- la creación de una importante armada, logro que tardaría mucho en llegar, especialmente teniendo en cuenta los importantes contingentes de trirremes y quinquirremes que poseían los pueblos helenísticos vecinos.
- la exploración de las desconocidas costas norteñas del Mar Negro y las llanuras escitas.
Ambos movimientos terminarían trayendo grandes beneficios para el incipiente reino póntico. En primer lugar, la apertura a nuevos mundos y nuevos retos diplomáticos. También, la creación de un área de influencia política, económica y cultural, una colonización de los lugares explorados en la cual se transmitía una manera de hacer las cosas puramente helena y específicamente póntica... la PONTIFICACIÓN, que no concluiría ya, a pesar de los profundos reveses que el pequeño reino estaba a punto de sufrir.
Ya en el 261 una perturbadora noticia invade de temor a toda la región: como en el siglo pasado, una conmoción sacude al reino macedónico. Llevados por el ardor guerrero de un nuevo líder, los descendientes de Alejandro, ante la imposibilidad de recuperar antiguos territorios en el Asia Menor, deciden atacar al vecino ilirio, ya comprometido en la lucha contra las tribus galas del Norte. El equilibrio entre los antiguos reinos de los diádocos parece estar a punto de quebrarse. Todo esto es resultado de los preclaros augurios y señales que las sacerdotisas de Afrodita anunciaban desde hace años...
La reacción ante esta campaña ilírica no se hace esperar. Seléucia decide que es buen momento para tomar posiciones antes de que Macedonia decida volver la vista al otro lado del Egeo y ataca la segunda ciudad del Ponto: Eupatoria. La guerra ya era inevitable... un riesgo que se corria desde los primeros años y, a la vez, una oportunidad, puesto que el rey Farnaces, procedente de una campaña de exploración por las riberas del Mar Caspio, se acercaba a los dominios seléucidas. En un movimiento inesperado, el imperio seléucida fue cogido al descuido y la primera ciudad conquistada de la llanura desértica de Mesopotamia fue Nisibis.
¿Podría resistir el pequeño pueblo póntico a la inmensa maquinaria de guerra seléucida? ¿Sería una ciudad suficiente para reforzar al ejército real, cansado tras un viaje desde los confines del reino? ¿Qué pasaría cuando Macedonia terminase su campaña en las salvajes tierras de Iliria?
Las respuestas en una segunda entrega de Mi máquina del Tiempo.
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