El gran Martiya fue el emperador que más tiempo se ha conservado en la cúspide. Sus comienzos como un inocente niño rodeado de sabios tutores y atrevidos generales se recuerdan como un período de tranquilidad, calma y afianzamiento de la dinastía. Este cuidado extremo dio como resultado a un hombre gris que, pese a su enorme poder y extensos dominios, no era conocido por el pueblo. Su dilatado mandato produjo multitud de beneficios para las clases más bajas. Completó los proyectos de irrigación en todos los rincones del imperio, estableció puertos más allá de Siracusa, abrió foros, academias, fortificó aldeas y ciudades, pero todo eso no bastaba.
El populacho quería a un rey que se implicase en la labor bélica, muy mermada por aquella época, pues ya no había apenas territorios por conquistar. La república romana, Egipto y Cartago, principales competidores, eran aliados y no había nada que temer. Sin embargo, pronto surgiría una oportunidad para que Martiya pudiera retomar el apoyo de sus vasallos.
El reino númida, una nación de valientes bereberes nómadas del desierto, había sido siempre como uña y carne con Cartago. Pero algunas luchas intestinas promovidas por esta república, antigua colonia fenicia, hicieron nacer un resentimiento que Seleucia pudo aprovechar como vecino competidor. La guerra númida-cartaginesa estaba a punto de comenzar y Martiya ya se había decantado por un bando, el del triunfador: Cartago.
Antiguamente, en tiempos del joven Phocas, Cartago ya había sufrido en sus carnes el mordisco cruel y demoledor de la armada y los Stratos Seléucidas. Ahora, como tributarios de Seleucia no podían sino ampliar sus fronteras a costa del antiguo aliado. Pero Martiya no permitiría que obtuviesen ni un sólo palmo de tierra.
Algunas provincias númidas pasan de este modo al dominio seléucida, en una brutal carrera contrarreloj contra Cartago. El Stratos Hispánico es recompensado con el Nicator, símbolo del esplendor y la gloria militar del imperio: uno de los estandartes empleado por Alejandro en su campaña por Persia.
El propio Martiya se situa al mando de sus tropas, dirigiendo varios Stratos en su prolongada vida y recibiendo los laureles de la victoria. Dirigiendo la defensa de las fronteras norteñas del Imperio en el Stratos Armenio, lanzando desembarcos rápidos y decisivos en el Primer Nautikón o vigilando al gigante dormido, la peligrosa Roma, junto al Stratos Tarentino. La plebe empieza a querer a su lider y a disfrutar de una mejora ostensible en sus vidas, gracias a las construcciones cívicas.
Sin embargo, en la corte algo tenebroso se mueve entre los cortinajes. Muchos hombres, profetas de mal agüero, y sibilas ensimismadas en sus oscuras visiones, adivinan un futuro aciago: la guerra fratricida está a punto de repetirse...
El desastre nunca parece llegar y los agoreros son olvidados. Sin embargo, sucede algo que se graba a fuego en todos los testigos de aquella época. La primera y más leal alianza con una nación poderosa se quiebra. Egipto cae en una vorágine de odio y violencia, una crisis que convertirá al pais más rico del Mar Mediterráneo en una sombra de lo que fue. La teocracia de los faraones quiere volver a resurgir y considera una amenaza la influencia helenista de los ptolomeos.
Sin embargo y, gracias a la paciencia y el esfuerzo diplomático de los embajadores, cuando las aguas del Nilo se calman, el fértil limo de la concordia se esparce entre ambos pueblos.
Martiya, aparte de un emperador civilizador y conquistador, es orgulloso, justo, diestro en el arte de la política y también algo angustiado debido a sus agotadores reuniones con sus consejeros.
Pasan los años... Estamos en el 618 AVC y el emperador, con dos hijas y tres hijos, recibe una noticia funesta aunque no especialmente sorprendente. Herón y Omyrus, los hermanos gemelos, han discutido por una mujer y, al estilo de la mitología de Rómulo y Remo, Omyrus apuñala a su hermano en el vientre. Una herida mortal de necesidad acabó con la vida de este enfermizo y devoto joven. Su padre trató de silenciar este acontecimiento, asociándolo con una conspiración contra su persona y su familia, aprovechando de este modo para organizar una cacería en busca de rebeldes y posibles usurpadores al trono imperial.
Este acontecimiento contribuirá a crear un clima de rebeldía y disensión tanto en los gobernantes provinciales como en los generales, los cuales serán frecuentemente sobornados con un puñado de oro, directamente extraído de las arcas imperiales. El imperio ya nunca sería un lugar seguro para la familia Zosimid, ni su propia familia para Martiya sería de fiar.
El heredero, el hijo mayor de Martiya, Nikomedes Zosimid, vigila muy de cerca a su padre. Después de la muerte de Herón ambos se vigilan estrechamente. Nikomedes, un muchacho envidioso del cargo de su padre, es el principal sospechoso de muchos de los complots que se desarrollan en las numerosas provincias del imperio. Por ello, es enviado bien lejos, como Arconte de Sarmacia, para demostrar que puede ser capaz de desempeñar las labores de un gobernante y asegurarse de que se calman sus ambiciones homicidas.
En este intervalo, el hijo de Nikomedes sigue formándose en la corte, situación que aprovecha Martiya para ponerse de su lado y atraerle a su causa, labor tediosa y paciente que termina dando sus frutos...
A la vuelta de su lejano destino, se produce el esperado encuentro. Pheneos y Nikomedes se abrazan como padre e hijo en la casa solariega de la familia en Lycia. Martiya, muy lejos en la capital seléucida, se frota las manos. En el momento del abrazo, con todos los criados y esclavos de la casa presentes, Pheneos saca su daga de caza y apuñala a su padre, el cual no espera para nada la traidora maniobra. Nadie sabrá nunca si Nikomedes pudiera haber sido el conspirador capaz de quitar a su padre del trono, nadie sabrá si hubiera podido ser un buen gobernante. Se cuenta que los presentes murmuraron: "Muere el heredero: ¡Vaya sorpresa!" Tradición del imperio seléucida.
A su regreso a la capital, Pheneos recibe el saludo de su abuelo como si volviese de una campaña victoriosa. En la escalinata de palacio, Martiya corre a saludarle y con sus vigorosos brazos le levanta como si fuese un pelele. En la ciudad se rumorea que Martiya se ha convertido en el monstruo de la mitología, Cronos, el titán que quiso devorar a sus hijos. Las tabernas y hospedajes se convierten en un hervidero de dichos y burlas, algunas de ellas difundidas por el gemelo Omyrus, aludiendo a un posible amorío entre ambos. Martiya, encolerizado, libera a su guardia pretoriana en busca de culpables. Se palpa la tragedia...
Los consejeros imperiales cambian su voto a favor del tercer hijo de Martiya. Sin embargo, el emperador, obcecado con la idea de nombrar como descendiente a su nieto, le nombra Gran Visir, acto simbólico que hace fijar las voluntades de los consejeros con más firmeza aún. Pheneos jamás será emperador. La Segunda Guerra Civil ha comenzado...
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