martes, enero 18, 2011

Acerca de la futilidad del hombre y de la impotencia ante su propio destino



De todo ello hemos heredado una tradición firme y sustanciosa que, debido a la bonanza de los tiempos ilustrados posteriores a la Segunda Guerra Mundial y al positivismo científico que nos ha catapultado al puesto no merecido de "ápices de la evolución", ha sido durante largo tiempo olvidada.

Ahora que han vuelto los tiempos oscuros y que pueden ser más oscuros todavía (me refiero aquí a la situación macroeconómica actual), ahora que las tinieblas comienzan a nublar mi intelecto y discernimiento, puntales de toda alma humana, es buen momento para recordar la cercanía del concepto "vanidad de vanidades", "ubi sunt", al que se refería mi querido profesor de Historia en los lejanos tiempos del Bachillerato.


El hombre actual debería rememorar tiempos más rastreros y lamentables, pero también más modestos y apegados al mundo natural. Siglos de ignorancia y celo religioso, sí, pero también de honrado reconocimiento de que nuestras ambiciones y deseos no pueden, no deben, ser siempre satisfechos y de que el universo tiene sus propios mecanismos para ponernos en nuestro sitio, en un sólo acto.


Yo he reconocido esta gran verdad. No soy ningún sabio. Sólo soy un hombre azotado por la marea terrible y aciaga de un destino que me agita cual pendón polvoriento y deshilachado en un temporal de incertidumbre. Esa es la gran verdad del siglo XX y parece que también la del XXI: el relativismo y el suelo pantanoso de la duda y el cambio. Es una verdad secular, eterna, que tan sólo ahora adquiere tintes de verosimilitud científica. La muerte, el cambio, la separación, la degeneración, la corrupción, siempre acompañarán al ser humano.


El avance tecnológico y nuestro sistema democrático nos ha hecho creernos los dueños y señores de nuestros destinos. Podemos quitar y poner a las grandes figuras políticas a nuestro antojo. Tenemos en nuestras casas y a nuestra disposición toda la potencia lógica de un sabio. En esas cajas llamadas ordenadores escondemos una biblioteca de conocimientos que ya quisieran para sí pensadores como Aristóteles, Guillermo de Occam o Immanuel Kant, por citar algunos. Compartimos nuestras vivencias más íntimas con seres del otro lado de la Tierra, como hago yo ahora mismo. Viajamos a países extranjeros sobre los que nuestros antepasados sólo podían soñar y lo hacemos con la rutina y la normalidad propias de quien va a visitar a su vecino a dos manzanas de distancia. No digo que todo esto esté mal, en absoluto. Sólo quiero decir que el poder inmenso que atesoramos hoy en día nos ha hecho olvidar, al menos en ciertos ámbitos o islas de certidumbre, que todavía somos unos peleles en manos de fuerzas que no dominamos.


¿Pero de qué me sirve tratar de convencer a mi auditorio si precisamente creo que no va a servir de nada? Tan sólo me queda la seguridad de que lo que trato de comunicar tiene algún sentido, el de mi propia lucha personal ante la vida y la respuesta que ésta me da, día a día. Sé que la palabra escrita atravesará el otro lado del canal inmaterial del espacio cibernético, eso me lo dice la ciencia y me lo avala la tecnología, pero lo que no sé ni tampoco puedo pedir y menos exigir, es que el mensaje asiente sus raíces en la mente de otra persona.


¿Cómo explicar lo impotente que me siento cuando trato de luchar por mis ideales? ¿Cómo describir la sensación de extrañeza que acude a mi ser cuando soy testigo del abismo que me separa de los demás seres pensantes? ¿Cómo hacer partícipe a otros congéneres del insomnio que me atenaza estos últimos meses al ver que mis intentos por atraer a alguien a esta mi casa solitaria fracasan uno tras otro? ¿Cómo desarrollar la empatía de mis familiares para que se hagan cargo de mi tristeza vital y busquen, como si de un sólo ser se tratase, maneras de ayudarme?

¿Por qué un hombre joven como yo se ve aquejado de tanta inquietud existencial poseyendo como poseo una vida que podría ser considerada como privilegiada en otros puntos del globo? ¿Qué virtudes necesito potenciar para olvidar de una vez por todas la negritud y el pesimismo? ¿Por qué minusvaloro el tremendo amor que familiares y amigos me brindan todos los días? ¿Por qué no me basta?


Te lo diré, porque existe el término sublime y atemporal que denominamos AMOR, y esas cuatro letras no se han combinado jamás en tu vida de forma que puedan atemperar tu espíritu agitado. Porque lo que tus familiares te ofrecen no colma tus expectativas y aspiraciones que son humanas y no angélicas. Porque una vida cómoda no es sinónimo de una vida plena. Porque tener el estómago lleno y el cerebro ocupado no son los sentidos últimos de nuestra existencia. Porque la ciencia, por más que se esmere, jamás podrá o, por lo menos, hasta ahora sólo ha ofertado islas de certidumbre.


Los grandes temas de la Humanidad no han sido ni siquiera arañados por ella. Y el amor es uno de ellos. Y la muerte es el siguiente. Amor y muerte. Eros y Thanatos. Nos vemos sin brújula ni sextante en esos mares, como un barco de papel en plena fosa de las Marianas. Cuando estas temáticas empapan la vida de alguien lo sumergen en lo desconocido, incentivando lo mejor y lo peor de la especie, la auténtica alma colectiva que nos sella como criaturas pensantes y sintientes en un vasto confín que amenaza por devorarnos y negarnos la luz que como seres creados nos creemos que merecemos.



Y como estoy alargándome demasiado, tan sólo espero que el destino y Dios que lo mueve, como tal es mi creencia, me sea propicio en la tarea ardua que me espera. La tarea de toda una vida, cuya finalidad es casi siempre hermética y misteriosa y cuya búsqueda es, a veces, un fin en sí mismo, para mí ahora está meridianamente clara. El asentamiento de una seguridad en mi persona, la confianza, el amor propio, la tranquilidad de haber hecho todo lo que estaba en mi mano, para triunfar o para fracasar, puesto que ambos resultados son igualmente posibles.

El mundo es grande pero en mí está la medida de todas las cosas. Si me comprendo a mí mismo, comprendo a los demás, si me controlo a mí mismo, controlo el universo. Que así sea.


Y para terminar, un bellísimo colofón procedente del Carmina Burana, colección de cánticos medievales de los siglos XII y XIII: Fortuna Imperatrix Mundi, en la cual vemos esta preocupación por el dictado tiránico de Voltumna, la volubilidad y veleidad de nuestros actos y la consecuencia lógica: el hedonismo y el apego a los placeres terrenales.